Por Monica Lezcano Lavandera
Año 1950. Ella, sentada en el muro del portal, intentó maquillar sus doce años para estar a la altura de aquellas que se deslumbraban ante el retrato viril. Él, alborotando la espera con el ruido de su moto, solo atinó a guiñarle el ojo a la más joven del vecindario.
Meses más tarde, una inundación en el barrio tradujo ese primer encuentro de miradas en una unión de por vida. Ofrecido para evacuar a quien lo necesitara, el galán cedió ante la seducción de las piernas de la adolescente, empeñadas en resbalar una y otra vez para recibir la recompensa del rescate.
Su fama de pepillo lanzó la relación amorosa a la clandestinidad durante tres años hasta que, en medio del ajetreo revolucionario de la época, formalizaron el noviazgo con algunas condiciones: Él, integrante de la juventud ortodoxa, juró no abandonar la lucha. Ella, futura maestra, prometió apoyar la causa y no trabajar nunca para el tirano. Ambos postergarían su casamiento hasta que la Revolución triunfase. Así se selló el pacto.
Más de medio siglo ha transcurrido, pero no impide que Rosa López Márquez y Pablo Rodríguez Puentes sigan atados a un compromiso: sustentar y enriquecer su historia de amor, que es casi idéntica a sus historias de vida. Ella, ahora meciéndose en el sillón para aliviar los achaques que el tiempo le deja en el cuerpo, y él, masajeando el ya escaso cabello con el empeño de reconstruir los detalles que escapan de su mente; se contentan con desandar a menudo la caja de fotografías para volver a vivir sus mejores recuerdos.
Entre el bullicio de la céntrica avenida conocida como Cavada, en la ciudad de Pinar del Río, y el incesante golpear del martillo de un vecino transcurre esta suerte de invitación a la pareja a testimoniar sus alegrías, angustias y miedos. Amparados por una bandera cubana que adorna la ventana de su casa, acceden a repasar sus memorias, con modestia y naturalidad. Ya están listos. Comienzan a brotar las evocaciones.
El pacto ¿roto?
“Me gradué en 1956 en la Escuela Normal para Maestros, pero no podía trabajar a menos que hubiera una palanca, o una fuerza política que influyera, muchas tuvieron que vender su cuerpo para poder ejercer. Yo trabajaba en la casa, lavando para la calle junto a mi mamá”, recuerda Rosa, quien proviene de una familia pobre, de siete hermanos.
“En aquel tiempo había una efervescencia bárbara –continúa-. Me enrolaba en la huelgas, los días 26 de julio hacía brazaletes, repartía propagandas, o lo que estuviera a mi alcance para contribuir al movimiento. Tenía miedo, porque sabía que podíamos caer presos en cualquier momento”.
Pablo, por su parte, explica: “En mi casa nos detenían a cada rato porque éramos combatientes clandestinos, tenía un hermano huyendo y otro en la cárcel de menores. Y mi padre, un obrero de la fábrica de fertilizantes, era quien nos inculcaba ese sentido de lucha contra la injusticia. Sufríamos mucho por mantener nuestros ideales.
Ella siempre se mostró firme, fue mi soporte en las circunstancias más difíciles. Pero en el 58 había muchos prejuicios, veían a la muchacha conmigo, cinco años menor que yo, y decían que era un maridaje. Entonces cuando me detuvieron en San Cristóbal por estar vinculado al movimiento, le dije: ′tú puedes ser más útil estando casada, así no habrá ataduras para estar siempre juntos’. Y nos casamos, el 20 de septiembre de 1958. Rompimos nuestro pacto, pero acordamos no tener hijos hasta que la situación se calmara, no queríamos dejar a un niño huérfano”.
Matrimonio feliz
“Cuando empezamos a vivir juntos yo estaba integrado a tantas tareas que casi no ganaba dinero en mi trabajo como viajante de almacén. Por suerte ya tenía una casa, que con esfuerzo fui construyendo”, cuenta el jubilado a la vez que mueve sus dedos haciendo círculos en el aire.
“Eran momentos duros, momentos en que se estaba desangrando el país -resalta Pablo-. No había entusiasmo ni dinero para fiestas. Ya teníamos algunas sábanas y toallas bordadas con nuestras iniciales. Nos casamos en la notaría a las once de la mañana, y los testigos fueron compañeros míos de la clandestinidad. La luna de miel fue en San Vicente, en un hotelito modesto, pues era el que podíamos pagar. Pero fuimos muy felices porque estábamos enamorados”.
-“Estamos”, -interrumpe ella con tono jocoso.
Luego de la digresión, el entrevistado se esfuerza en describir una de las escenas más peligrosas que vivieron como pareja:
“Sobre la una de la madrugada de aquella noche, íbamos con un material para la insurrección. Por suerte, vi la puntica del carro de la policía. Escondimos el encargo bajo la saya de Rosita, que era ancha, con mucha tela. Llenos de nervios, pasamos de brazos cruzados por donde estaban los esbirros, quienes nos detuvieron. Me registraron e interrogaron, hasta que sospecharon de ella y quisieron inspeccionarla. Yo les dije: ‘Pues nos vamos a la unidad y buscan a una mujer pa´ que la revise, porque esa es mi señora y ustedes lo que quieren es tocarla. Primero tienen que matarme′. Y así pudimos salir de aquel momento tenso”.
“Pero tanto estrés no nos hizo ser una pareja infeliz -añade la señora de 76 años-. En esos tiempos derrotar a Batista ocupaba nuestro primer orden de prioridades, porque lo que teníamos no era una vida. No dormíamos pensando que nos podían atrapar en nuestra propia casa y cada día caían más compañeros. Aquello parecía interminable, pero cuando se lucha por un ideal, cualquier sacrificio vale la pena”.
-¿Y el primero de enero?
-“No hay nada comparable con ese día. Para mí significó la ruptura de las cadenas que oprimían a los cubanos. No tengo mayor regocijo que el de haber visto al pueblo tirado pa´ las calles. El sueño de nuestras vidas se hizo realidad, aquello que tanto habíamos deseado y que prometía perdurar bajo el mando de Fidel Castro”, dice ella.
“Me considero parte de la Revolución, la siento como propia, porque no hay actividad en la que yo no haya participado y contribuido, desde la parte armada hasta la ideológica. Cada día la quiero más, pues valoro lo que tengo aunque me falten algunas cosas. Pienso en la victoria cubana con orgullo. Yo soy de los que tienen menos, pero estoy muy feliz de saber que mis hijos pueden salir sin miedo a que los maten”, comenta el viejuco de 82 años.
Frutos del amor
“Después del Triunfo continué mis luchas para mantener el poder en manos de los revolucionarios. Participé desde diciembre de 1960 en la Limpia del Escambray. Regresé unos meses después, pero tuve que salir otra vez de la casa a pasar la Escuela Superior de la Contrainteligencia. Ella comprendía mis ausencias, y me acompañó en las milicias preparando vendas y medicinas para los primeros auxilios. Los dos formamos parte también de la campaña de alfabetización, hasta que en 1962 decidimos tomarnos un tiempo para alargar la familia”, expone el veterano.
“Las dos veces que di a luz él estuvo lejos de mí. Cuando nació Iván, mi primer hijo, Pablito había salido en el tren en ocasión de proclamarse la Primera Declaración de La Habana. Con Rubén, el segundo, fue una historia parecida. Tenía fecha de parto para noviembre, y en octubre me entraron los dolores. Cuando él regresó ya había parido. En esos momentos una desea estar al lado de su esposo, pero las necesidades nos llevaron a ser fuertes y superar la distancia.
El proceso de crianza lo pasé casi sola, pero tuve la ayuda de mis vecinos y familiares. En esa época comenzaron los círculos y así pude seguir con mi vida laboral, que también fue complicada, porque estuve unos cuantos años como maestra en una escuelita en San Luis, que queda a un montón de kilómetros de mis casa”.
“Le dedicaba a mis hijos todo el tiempo que podía, incluso al primero que tuve cuando aún no conocía a Rosa. Nunca se sintieron abandonados ni tristes, pues tratamos de explicarles, aun de pequeños, las causas por las que lucharon sus padres y la necesidad de mantener las conquistas alcanzadas”, sostiene él.
“Ha sido difícil, no lo niego, pero hemos sabido crecernos, incluso ante el reto de adoptar legalmente a una de nuestras nietecitas, quien ya es una mujer hecha y derecha, y nos ha dado otros dos bisnietos”, comenta Rosa con orgullo.
En la intimidad
Ríen. Se miran como dos adolescentes. No sienten que han pasado tantos inviernos por sus cuerpos. Rememoran cada instante con la misma pasión de siempre.
“Nunca pensamos que los contratiempos que vivimos fueran a destruirnos. Al contrario, llenábamos los espacios vacíos con los encuentros. Cuando hay tanta comunicación y la pareja está segura de que se ama, ningún obstáculo importa”, asegura la entrevistada.
“Nuestros ideales nos han mantenido unidos, aunque hayamos estado separados físicamente. En todo ese tiempo no sentimos celos el uno del otro, porque pienso que cuando en un matrimonio no existe la confianza, lo mejor es que se separen”, enfatiza Pablo.
“Siempre hemos sido cariñosos, y creo que lo que más nos ha fortalecido es que nos gusta lo mismo. Si yo voy al estadio, allí está ella para apoyarme en cada inning, si veo el fútbol es igual, y si juego dominó también me sigue la rima.”
“Y nos encanta el danzón –añade Rosa entusiasmada-. Aunque ninguno de los dos somos buenos bailadores, pero nos divertimos.
Prefiero coser, leer y oír boleros. Ahora me entretiene mucho el círculo de abuelos y es un buen remedio contra la artritis. Hacemos fiestecitas, peñas, excursiones y compartimos entre todos los recuerdos que nos mantienen jóvenes espiritualmente”.
Hablando de gustos, Pablo no puede disimular su cariño hacia Pinar del Río: “Aquí nací y he construido una vida. Este es mi entorno, donde me siento bien, donde tengo una lanchita pa´ pescar, donde están mis amistades…Si me sacan de Pinar me muero como pez fuera del agua.
-¿Cuál ha sido el momento más difícil que han superado juntos?
– Durante algunos años fui representante en la Unión Soviética del Plan de desarrollo energético cubano. Cuando estábamos en Moscú a Rosita la ingresaron por diez meses. Pasé días duros, porque tuve que encargarme de la casa, de los niños y de mi trabajo diario, que me ocupaba mucho tiempo. Llegaba a quitarme el traje y la corbata para ponerme el delantal. Me dolió ver como faltaba la solidaridad, pues me elogiaban pero nadie se ofreció nunca para ayudarme. Ante este problema, me dieron la posibilidad de regresar a Cuba, pero ella, convaleciente, dijo: ‘Él no ha fallado ninguna misión que se le haya encomendado, y no va a ser por mi causa que abandone este proyecto′. Y así logramos sobrepasar esa etapa, con la seguridad de estar haciendo lo correcto.
Otro de los momentos que nos puso a prueba fue el Período Especial. Yo ganaba una buena jubilación por tantos años como director y vicedirector de la empresa eléctrica, pero cuando se cayó el Campo Socialista ningún dinero era suficiente. Dimos un giro total. Tuve que hacer de todo, hasta salir a los campos a cambiar luz brillante, azúcar prieta o cualquier cosa que tuviera por arroz o frijoles. Yo lloraba de la impotencia de no poderle dar de comer a mi mujer y a mis hijos, y eso que no soy flojo para las malas situaciones”.
-¿Qué los mantiene juntos después de 8 años de noviazgo y 55 de matrimonio?
-“El amor. Nos comprendemos mucho, sentimos las mismas necesidades de afecto. No sé qué sería de mi vida sin él”, confiesa Rosa al tiempo que acaricia sus rodillas.
El silencio duele. Las lágrimas muestran lo que no pueden las palabras. Él, casi sin voz, susurra: “Solo quisiera morir antes que ella, porque no sabré qué hacer el día en que me falte”.
“Me conformo con que esté junto a mí, yo me siento a ver la pelota y le pido que se quede a mi lado, aunque a veces se me duerme y tengo que despertarla”, dice ya con una sonrisa.
“Entre nosotros ha primado el respeto y la consideración. Hemos tratado siempre de conversar sin llegar a discutir, y de esa forma solucionamos las dificultades que han existido en estos 63 años”, declara la eterna enamorada.
“Yo nunca le he dicho: ‘Tráeme esto, sino, hazme el favor Rosita′. No me gusta abusar de las mujeres, ni pedir imposibles. Trato de manejar cada situación dura con la mayor serenidad, y siempre dando a mis hijos y nietos la educación que se merecen. Aconsejo a los jóvenes que sepan escoger bien a su pareja, que la amen y comprendan, porque a nosotros nos ha funcionado hasta ahora, y nos seguirá funcionando mientras nos queden fuerzas para seguir”.
-¿Cambiarían algo del otro?
-“Bueno… si existiera la fuente de la juventud yo la empujaría para que se mojara un poquito, aunque sea para retroceder hasta los cuarenta”, exclama él entre el jaraneo que provocó la pregunta.
“Estoy contenta con mi esposo. Me siento realizada y feliz con mi matrimonio, y no me arrepiento de que él haya sido mi único novio”.
Ante esa confesión, Pablo reacciona: “Debo ser sincero, yo sí tuve algunas noviecitas antes de conocerla, pero la forma de amar de Rosa es exclusiva, no he encontrado en nadie esa mirada de ella que todavía me tiene loco”.
Las frases cómplices son cortadas a menudo por la risa, por el apretón de manos, por el balanceo nervioso en los sillones. Y pasan las horas, casi inadvertidas. No parece haber final para las anécdotas de estos amantes, quienes no solo testimonian sus vidas, sino también la de la Revolución. Los rumbos de Pablo y Rosa siempre han estado signados por un pacto de amor hacia la pareja, y hacia Cuba.
“Un nuevo compromiso tenemos ahora: mantener lo que hemos logrado en estos 63 años juntos, ver la prolongación de la generación que formamos, sin perder esa pasión que nos unió cuando éramos solo adolescentes”, asegura él.
Otro pacto ha hecho ella con la vida, traducido ahora en deseo: “Quisiera, si muero primero que Pablito, que él me susurre la canción Historia de un amor, esa que tantas veces me silbó cuando no se sabía la letra ni podía imitar a Pedro Infante. Solo pido que me despida con esos versos. Es la historia de un amor / como no hay otro igual. / Que me hizo comprender, / todo el bien todo el mal, / que le dio luz a mi vida,/ apagándola después./ ¡Ay, qué vida tan oscura,/ corazón/sin tu amor no viviré!”.